Ya no existen aquellos campos despoblados de la pampa, ni tampoco el autor que firmaba bajo las iniciales L. D., en el libro de 1867 A Twelve Months’ Tour in Brazil and the River Plate. Como ya se dijo, la identidad de L. Dillon permanece en una nebulosa de la historia, pero sus impresiones de aquel viaje por Fraile Muerto, Río Cuarto y la ciudad de Córdoba (además de otras provincias argentinas) siguen latentes y nos reenvían al pasado. Sus páginas sobre aquella “frontera india” que comenzaba en el viejo y pequeño poblado que luego sería Bell Ville, donde lo había dejado el tren que venía de Rosario, dan un pantallazo sobre los primeros kilómetros cordobeses de la frontera del este. Allí, precisamente, tres colonos ingleses habían sido muertos hacía poco en un ataque de los pueblos nativos que luchaban por su supervivencia ante el avance del “hombre blanco”.
“Los indios siempre pelean con lanzas, y un irlandés que vive en estos lugares me dijo que los infortunados ingleses que fueron asesinados tenían cada uno hasta cuarenta o cincuenta heridas de lanza. Los indios reunieron de quinientos a seiscientos hombres y, si hubieran elegido, podrían haber avanzado fácilmente y tomar la ‘ciudad’ de Fraile Muerto. Pregunté qué fuerza militar había en este lugar, ¡y me respondieron que había de cuatro a cinco soldados! Es decir, un soldado por cada cien indios, lo cual es simplemente absurdo. Esta incursión de las tribus salvajes será un serio freno a la inmigración, y hasta que el gobierno no levante más fuertes y los llene de guarniciones eficientes, no deben esperar que los europeos vengan y arriesguen sus vidas en un lugar tan desértico y sin cultivar como éste. Los colonos no se sienten cómodos ni tranquilos en este lugar. Se quejan, y con mucha razón, de que carecen de protección y se han ofrecido a ayudar al gobierno en todos sus esfuerzos por contener a los indios. Dos o tres ingleses han erigido fuertes por cuenta propia. A otros parece no gustarles mucho la situación y se han “retirado del negocio”. En lo que respecta a Fraile Muerto, en la actualidad puede afirmarse con veracidad, y debería indicarse como una advertencia a los futuros colonos que, tal como están las cosas, ni la vida ni la propiedad están a salvo. Esta afirmación no la haría tan fácilmente si no hubiera investigado a fondo el tema sobre el terreno. Mucho cuidado, entonces, con todos los anuncios engañosos que se leen sobre estos campamentos.”
El criador de ovejas ha decidido ir a la ciudad Córdoba en diligencia, viaje que representa todo un sacrificio dadas las condiciones del servicio y del camino. Antes de partir, comenta las sencillas construcciones del pueblo provinciano.
“En breve tengo la intención de partir hacia la ciudad de Córdoba, que se encuentra a unas cuarenta y cinco leguas de distancia. Iré en diligencia. Ese modo de viajar, especialmente en esta parte del país, es bastante complicado. Estás todo el día encerrado en el carruaje y por la noche duermes en alguna posta, que a menudo es una choza de barro y muy probablemente llena de alimañas; pero sin duda iré, aunque sólo sea para “endurecerme”. Por cierto, hablando de casas de adobe, son lo típico aquí. Hay dos fondas, o posadas, en Frayle Muerto: la inglesa es de barro, la italiana de madera. Esto le recordó a un compañero la forma en que vivían nuestros antepasados, los antiguos británicos. Pero debe ser extraño para los británicos del siglo XIX volver a caer en ese modo de vida primitivo; sin embargo, deben hacerlo todos los que se establezcan como agricultores en esta provincia.”
L. Dillon escribe los siguientes párrafos desde el hotel donde se hospedaba en la Docta, frente a la plaza. Allí confirma las incomodidades y desvíos del viaje desde Fraile Muerto.
“Hotel de Paris, Córdoba, 1° de Febrero de 1867.
Salí de Frayle Muerto para esta ciudad el pasado sábado por la tarde, alrededor de las cuatro, y llegué a mi destino un poco antes del atardecer del lunes siguiente. Así que estuve dos días enteros enjaulado en un coche, sin suficiente espacio para estirar mis piernas. Ciertamente fue un empeño miserable en general, aunque atravesé una gran extensión de territorio en la ruta y pude estudiar la apariencia de la tierra.
Hubo dos razones por las que tardamos tanto en realizar nuestro viaje de ciento treinta y cinco millas. Había llovido mucho y los caminos, que en el campamento son, más propiamente hablando, sólo huellas de ruedas, estaban muy difíciles. Añádase a esto que la primera noche, avanzando en nuestro viaje en la oscuridad, nos salimos de la carretera y, en consecuencia, tuvimos que detenernos en la habitación más cercana que pudimos encontrar, porque estaba muy oscuro y lluvioso. y hubiera sido inseguro proceder a causa de los pozos de vizcachas. Llegamos a un rancho pequeño (es decir, una choza), donde fuimos recibidos hospitalariamente por los pobres internos, quienes nos prepararon una cena de muy buen cordero asado, sin pan ni ningún otro acompañamiento lujoso por supuesto. Nos sentamos alrededor de una mesa pequeña y devoramos nuestra comida con gran deleite, aunque de una manera salvaje.”
Su primera vista de la capital de la provincia tiene toques de asombro:
“Luego de cruzar el río solo nos quedaban unas ocho leguas que recorrer y llegamos sanos y salvos aquella tarde. Me hospedo en el Hotel de París, una casa francesa situada frente a la plaza. Con el pueblo (creo que debería llamarla ciudad) de Córdoba estoy más que gratamente impresionado. En lugar de encontrar, como pensaba, una villa pequeña, insignificante y desierta, grande fue mi sorpresa al encontrar una ciudad nada pequeña, bellamente construida y limpia. No hay aquí, es verdad, grandes edificios, a excepción de sus iglesias que son numerosas y resaltan a la vista. Hay buenos comercios, la gente se ve ocupada y próspera, y el aspecto general de la ciudad es único, grato de ver. Decididamente, es la ciudad más hermosa que he visto en la República Argentina.”
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