Los aficionados del fútbol inglés se entestan en creer en un mundo mejor, aunque no exista. El Reino Unido celebró la caída de la Superliga europea como un triunfo añejo, de aquel sentido de pertenencia que suele ser un recuerdo lejano en el 'show bussiness' , pero que el martes floreció en Stamford Bridge. El Chelsea-Brighton que se disputó no pasará a la historia por el anodino 0-0 del marcador final, sino por las protestas masivas de aficionados en Fulham Road, encarnizados en contra de la Superliga. La chispa popular que precedió el descalabro institucional que vendría a continuación, con un carrusel comunicados oficiales y renuncias a la artimaña de Florentino.
Tiene cierta retranca, por otra parte, que fuera en Chelsea, club revolucionado a principios de siglo por una macro fortuna rusa, donde se alzara ese grito. Al mismo tiempo, radiografía con precisión el sentir del fútbol inglés: En general, el aficionado tiene asimilada la presencia del dinero en el negocio. El Reino Unido inventó el capitalismo e inversores de todas partes del globo dominan sus clubes, no hay nada nuevo ahí. En cambio, no toleran bajo ningún concepto que les roben el sentido de animar a su equipo cada fin de semana. Si ganar no sirve de nada, si los mayores escenarios ya están reservados a un grupo exclusivo, ¿para qué voy a ir a gritar los goles de mi equipo?
La Casa Real en contra
Inglaterra se expuso a abandonar su vínculo nacional con Escocia y ha renunciado a su silla en la Unión Europea, pero se niega rotundamente a perder su fútbol. La Superliga tuvo poco de deporte y mucho de geopolítica en las islas. Tardó pocas horas en pronunciarse el gobierno inglés. Primero animaron a recapacitar a los seis tránsfugas. Después, el primer ministro Boris Johnson se dispuso públicamente a elaborar una estratagema legal para evitar la escisión. Y acabó con la Casa Real Británica posicionándose también en contra. Las clases más opulentas del país han estado históricamente arraigadas al deporte rey: el recientemente difunto Príncipe Felipe fue presidente de la Federación Inglesa de Fútbol (FA) durante dos cursos en los años 50. Y su nieto, el príncipe Guillermo, es abiertamente conocido como fan del Aston Villa, al que no duda en seguir siempre que puede.
Florentino Pérez quería “salvar el fútbol”, como promulgó en su única entrevista para publicitar su breve proyecto, y en cierta manera quizás lo haya hecho. Aunque no como esperaba. No se ha visto una oposición tan brutalmente feroz en el deporte inglés como la actual en décadas. Absolutamente nadie, ninguna voz autorizada en el fútbol británico, mostró su satisfacción con la idea del presidente del Real Madrid. Los medios de comunicación, de tendencias e ideologías variopintas, han brindado por su fracaso.
Críticas de leyendas
Gary Lineker, exfutbolista y actual periodista y referente audiovisual inglés, afirmó en sus redes sociales que nunca trabajaría ni daría cobertura a esta Superliga. Leyendas de clubes ingleses, como Gary Neville (Manchester United), Jamie Carragher (Liverpool), Micah Richards (Manchester City) o Roy Keane (Manchester United), destrozaron en televisión los fundamentos del plan de Florentino.
Todos las asociaciones oficiales de socios vinculados al ‘Big Six’ inglés arremetieron contra sus propios equipos. Ningún presidente salió a hablar. En cambio, sí lo hicieron los que menos responsabilidad tienen: futbolistas y entrenadores. Pep Guardiola, Kevin De Bruyne, Jurgen Klopp, Marcus Rashford, Trent Alexander-Arnold, Jordan Henderson o Tomas Tuchel fueron algunas de las estrellas de la Premier que dieron la cara y no escondieron sus dudas.
“Victoria del poder del fan”, exclamó la portada del tabloide Daily Star. “Nueva esperanza para el fútbol”, sentenció The Mirror. “La Superliga se desmorona con los clubes arrodillan con la furia de los fans”, concluyó la primera página de The Times.
Para la historia quedarán las portadas y varios de los lemas que rezaban las pancartas de aficionados cerca de Stamford Bridge la tarde del martes: “El fútbol nos pertenece a nosotros, no a vosotros”, “Creado por el pueblo, robado por los ricos”, “Aún queremos nuestras noches frías en Stoke”. Pero el hundimiento de la Superliga no se entiende sólo a través del romanticismo del aficionado. Ni mucho menos.
La unión de la clase política
El ambiente en el Reino Unido estaba realmente cargado. Las instituciones veían peligrar uno de los grandes negocios del país, y la clase política se unió hacia una dirección. “Pensábamos que habría una reacción, pero esto fue de otro mundo”, sentenciaba una fuente política a The Independent, para añadir: “Increíblemente, la Superliga creó una unidad del 100% entre todos los parlamentarios. Esto no pasa nunca”.
Noticias relacionadasLas instituciones británicas empezaron a ejercer una presión brutal hacia los clubes. Se habla de discursos “abrasadores”, e incluso advertencias o amenazas de la imposibilidad legal que supondría jugar la competición. El gobierno aseguró a la Federación Inglesa que contaría con su total apoyo y, según la misma información, se llegó a plantear que la Premier League prescindiera del ‘Big Six’ como medida de máximo dramatismo, pero que estaban dispuestos a tomar.
En este clima irrespirable, los clubes torcieron su brazo. El tsunami que se desató es ya conocido. La tarde en los aledaños de Stamford Bridge tuvo su cúspide en una explosión tan pura como descontrolada: los protestantes enloquecieron, como con un gol en el minuto 90, cuando leyeron en las redes sociales que el Chelsea había decidido tirarse del barco. Un momento de éxtasis, sepultado por el olvido de más de un año de fútbol sin público. Un reencuentro con su deporte, hoy un negocio que se ha ido de muchas manos y que merece ser revisado en muchas de sus competiciones, quizás para que se adapten más a lo que sus grandes actores requieren. Pero el martes por la tarde, en el oeste de Londres, por unos momentos olió a la nostalgia de siempre y a victoria de los de nunca.
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