Tuve mi época de Escuela de Idiomas, pero ir cuatro veces a la semana hasta Cardenal Landázuri por las tardes era insostenible para mi espíritu, y no tenía necesidad de refuerzo, porque en el instituto no revestían dificultad las enseñanzas de Mr. Corridor.
En Selectividad el inglés me salvó la media. Y en la universidad siguió siendo una maría, ideal para amistarse con profesores de esos que calzaban Clarks.
Posteriormente, el inconformista mundo laboral al que no le vale con el nivel intermedio de los formularios de Adecco me empujó a pasar por Londres para una inmersión total total. Certifiqué con el sistema IELTS, pero como caduca a los cinco años, este 2021 me ha tocado examinarme de nuevo, tras meses de estudio con ayuda exquisita contra mi necedad.
Ojalá lo renueve, porque lo mío me ha costado de tortura durante el examen: antes de la prueba de comprensión oral me muerdo la lengua hasta el sangrado para no hablar con otros examinandos (no me vayan a sacar de mi bucle); me retuerzo como un reptil y me acerco a la pantalla cual poseso con la de comprensión escrita; caigo en la mortificante tentación de poner palabras rimbombantes que no estoy ni medio seguro de lo que significan en la expresión escrita; y ante el examen de expresión oral, ya que no hay resultados concluyentes que demuestren que un chupito suelta la lengua en idioma extranjero, muestro perruna ansiedad por recibir feedback para no cagarla soltando ningún ‘false friend’, esas palabras que suenan como en español pero que tienen un significado tan distante como constipado y estreñimiento, dice la tradición.
Si apruebo voy a quedar liberado para una temporada larga y eso será un alivio.
Agotado estoy de estudiar inglés después de más de tres décadas haciéndolo, aunque este me haya acercado a la mayor de todas las alegrías, que no es ni mucho menos haber disfrutado con el baño de traca televisiva de las entrevistas de Oprah Winfrey como la que ayer debió de emitirse en España.
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